lunes, 21 de noviembre de 2016

Superman tampoco. [18]



Desperté mucho antes de que estallaran los vidrios de nuestra portería.
De un solo brinco me tiré del camarote y prendí la luz del corredor.
Mi papá estaba profundamente roncando, mi mamá al otro lado de la cama.

Nos asomamos por la ventana de la sala para mirar hacia la calle, sin correr las cortinas.
A mi mamá le invadió un ataque de pánico, empezó a llorar, se estaba ahogando, no podía respirar. Mi padre la sacudió varias veces, le gritó que se calmara.
Me ordenó que me pusiera la ropa sucia de ayer y la chaqueta y los zapatos más viejos.

Metió a mi mamá en la ducha con el agua helada, ella gritó, por la rabia o por el frío, no lo sé, pero dejó de llorar y se tranquilizó. Mi papá corrió al cuarto y sacó ropa sucia para ambos.La calle, siete pisos más abajo que nuestras ventanas, empezaban a llenarse de gente, no se veía ningún carro circulando.

Pensé en las películas de zombies que mi mamá tanto odia y que me prohibe ver.
La protesta avanzaba rápido. Primero, un grupo de hombres con palos y antorchas, detrás, los adolescentes, y por último las mujeres y los niños.
Mi papá dijo que esperaba que esto pasara algún día, era inevitable, decía.

Los porteros de los edificios contiguos no ponen resistencia, se entregan con las manos arriba. Los que van adelante van rompiendo todos los vidrios que se encuentran, ventanas, porterías, carros, todo. Algunos policías acompañan el grupo, no llevan el casco puesto, parecen cómplices.

El reloj del comedor marca las 3:15 a.m. del 21 de noviembre de 2016. Nunca olvidaré esos números y letras rojos sobre fondo negro. Mi papá nos había dicho, varias noches atrás, que el proceso de paz fracasaría y que la reforma tributaria, impuesta por el payaso de presidente, sería una bomba de tiempo. La gente pobre se tomaría las calles de Bogotá. Será “La toma de la Bastilla bogotana”, decía mi papá.

Los ricos se fueron, casi todos, hace mucho tiempo. Solo quedamos nosotros, que vivimos como ricos pero no somos realmente ricos. Pero eso no lo sabe la gente, respondió mi papá cuando le pregunté. Hace ya tres meses que el país no tiene gasolina, y cuando empezó a faltar el agua, estalló el caos. Nosotros somos los únicos que quedamos en el edificio junto con Gilberto, el guardia, que se pasó a vivir a la portería porque su mujer lo echó.

Los de adelante van rompiendo todos los vidrios, como ya dije, y tiran ladrillos y piedras a todos los apartamentos. Como vivimos en el séptimo piso, no alcanzan a llegar los ladrillos. No han podido hacerle daño a nuestro hogar. El árbol de navidad sigue titilando, mi mamá se da cuenta y de un tirón arranca el cable. Estamos a oscuras, todo está apagado.

Oímos que entran a nuestro edificio. Es difícil acceder a nuestro apartamento porque hay que tener la llave del ascensor, y es una llave casi imposible de copiar. Subirán por las escaleras dijo mi papá, pero tengo un plan. Hay que actuar rápido. Van a saquear el apartamento, se llevarán algunas cosas, y todo lo demás lo destruirán. Vamos a estar bien, lo material no tiene importancia, volveremos a empezar en otra parte.

Oí los hombres subir por las escaleras y tumbar las puertas de los primeros pisos. El ruido era espantoso y cada segundo se acercaba más a nosotros. Nos paramos junto al ascensor, por suerte todavía funcionaba. Las puertas se abrieron, y mi papá nos empujó hacia adentro.

Al mismo tiempo, un ruido ensordecedor tumbó la puerta de las escaleras. Mi mamá gritó como una loca, no pudo evitarlo, pero su voz quedó opacada por todos los gritos de adentro y fuera del edificio. El rugido de la destrucción, contaría muchos años más tarde mi papá frente a sus amigos.. Mientras bajamos al sótano, recé porque apareciera Batman, Deapool, Luke Cage o MacGyver, cualquiera capaz de sacarnos de esa pesadilla. Pero nadie apareció, Superman tampoco.

Salimos a la calle separados, mi papá adelante, mi mamá y yo varios metros atrás, como si no estuviéramos juntos. Mi papá nos dio la orden de caminar y confundirnos con la muchedumbre, como si hiciéramos parte de la protesta, del vandalismo, de la violencia en carne viva.

Nos dimos un punto de encuentro por si acaso nos perdíamos, la panadería donde mi mamá compraba sus calados, que a esta hora ya debía de estar saqueada, destruida, incendiada. Mi papá se fue unos pasos atrás, mi mamá y yo adelante cogidas de la mano. Así podía vigilarnos sin levantar sospechas.

El plan de mi papá era hacer parte de la revolución y mezclarnos con la gente, fundirnos en la masa y salir adelante. Lo ví gritando los coros a grito herido, lo ví compenetrado con la causa, casi con placer. En ese momento entendí por qué mi papá nos pidió vestirnos con la ropa sucia y las chaquetas más viejas. De pronto, no volví a verlo, mi mamá me explicó que le tocó pasar al acto, actuando como todos los hombres, destruir y saquear para no ser descubierto. Espero verlo al amanecer en el punto de encuentro.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario