domingo, 11 de diciembre de 2016

Domingo podrido [22]


Querido diario, otro domingo lluvioso en casa de mi papá.
El cielo está oscuro, hace frío, y ya estoy cansada de ver televisión.
Mi papá se fue a correr al parque El Virrey, como todos los domingos por la mañana.
Me dejó con su nueva novia, Claudia. Debe estar en el baño encerrada, se la pasa ahí metida, untándose cremas y haciéndose cosas. Quizá empacándose en la faja.


Mi mamá dice que es una gordita salamera, que lo importante es que me trate bien. Mi papá seguro está en el parque luciendo sus audífonos inalámbricos Bosé. Creo que sale a correr solo por eso. Mi papá también es gordito, no muy gordo, pero sí un poco fofo. Tiene sus llantas en la panza bien marcadas, y se deja la barba para disimular los cachetes. Cuando estaba con mi mamá no era tan gordito, y no tenía barba, se veía más joven.


Mi papá da dos vueltas al parque corriendo, a su ritmo, y luego sigue caminando. Camina más tiempo del que corre y luego se sienta en el famoso café de la esquina donde se encuentra siempre con unos amigos a tomar café. Los amigos también son gorditos como él, y todos llevan audífonos Bosé, no pueden hacer ejercicio sin ellos puestos. En el café se sientan horas a ver pasar las chicas que hacen deporte de verdad y se visten con licras muy femeninas, y hablan de la situación del país.


Todo esto lo sé porque mi mamá me lo ha contado; ella solía hacer ejercicio con él cuando todavía estaban casados. Desde que se divorciaron mi mamá se compró unas máquinas de gimnasio para la casa y se mantiene en forma. Es una chica “fitness”, se levanta en la madrugada, mucho antes de despertarme para ir al colegio. Hace unos ejercicios rarísimos con unas cuerdas y unos cauchos, y tiene hasta un “brinca-brinca” pequeño, donde me deja saltar hasta que me canso solita.


Mi papá regresa antes de mediodía con más calorías en la panza de las que quemó con el ejercicio, se toma no sé cuántos capuccinos con Amaretto. A esa hora ya estamos listas Claudia y yo para salir a almorzar. Generalmente vamos a algún restaurante a las afueras de la ciudad. A Claudia le gusta la fritanga brava, el bofe, el chunchullo, el chicharrón peludo, la morcilla jugosa, así que iremos a darle gusto hoy. Menos mal lleva puesta la faja.


Al regreso, seguramente iremos al Andino, el centro comercial preferido de ella, y mientras me dejan en los juegos infantiles, harán el recorrido habitual por los almacenes con sus marcas preferidas. Imagino a mi papá detrás de ella como un perrito faldero, bostezando mientras ensaya vestidos apretados y carteras de cuadritos café, y sacando la tarjeta de crédito cada vez que algo le gusta. El amor es costoso.

Pero hoy es un domingo diferente. En la radio del carro, mientras aguantamos el trancón de la autopista norte para salir de la ciudad, han dado una noticia pavorosa. Una niña de mi edad acaba de ser encontrada muerta en el apartamento de un arquitecto. Mi papá dice que el barrio es contiguo al nuestro.

A la niña la encontraron muerta debajo de un jacuzzi, con signos de abuso sexual y al parecer estrangulada. Mientras nosotros estamos de paseo como cualquier domingo, para esta niña éste domingo es su peor pesadilla; secuestrada, violada y asfixiada. No entiendo cómo el señor no se consigue a una mujer como Claudia para eso.

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